Lágrimas

lágrima

Las nubes blancas. La luz reflejada. Los ojos recién operados, sin la protección de los cristales de unas gafas: siempre tras el anti reflejos, siempre al resguardo del aire y del viento. Lagrimas blancas de ausencia, lagrimas indoloras. Un corazón en calma. Una esposa viva. La tranquilidad de las horas felices. La inconsciencia de la felicidad. El paso de los días destinados al cuarto del olvido. Olvido, la bruja, en su morada, en la sierra. El olor a humo. La frialdad del agua vertida sobre la tierra. Todo lo que fue es hoy parte de lo que soy: mi herencia.




No lloro

          Sueño que caemos por el acantilado. Me despierto. Luna no está. Recuerdo los días tristes, cuando ella ponía sus patas delanteras en mi pantorrilla, me miraba con ojos de niño humano, y yo derramaba sin pudor las lágrimas de mi reciente viudedad. Su ausencia es la presencia de una sombra que se mueve por doquier. No la lloro, pero sí que la tengo muy presente. Era un ser vivo, con su corazón latiendo, sus esperanzas puestas en mí, en este macho alfa traidor.

Vuelo mortal


Subo con mi perrita Luna a la sierra de Santa Cruz. Llegamos al Venero Chico y ella bebe. Llegamos al Venero Grande y ella bebe. Llegamos al camino del Puerto, y ella enfila hacia arriba como si fuera lo más natural del mundo, subir, subir hasta las estrellas y más allá. Llegamos al Cancho de la Misa, y ella se tumba al sol de media mañana, la lengua fuera, como diciendo, ya está bien. Subimos hasta la Casa del Cabrero. Luego hasta la Silla del Moro, allí donde el jeque árabe decía; "venga tos pabajo"... y despeñaba a los cristianos. 

Allí tomo a mi perra en brazos y la lanzo al vacío, trescientos metros de acantilado, el horizonte a lo lejos, abajo la mortal piedra impasible y el dolor. Ella vuela hacia la muerte. Es mejor acabar así, sin la larga agonía de dolor de un cáncer de útero. 

Pienso

         

          Salgo a pasear con mi perra Luna. Ella orina quince o más veces en los dos kilómetros que hacemos. Hace lo mismo que Hänsel, un rastro para volver a casa. Defeca hasta siete veces, cada vez más líquido. En la última se le queda pegado al trasero un resto húmedo marrón. Se ve que está incómoda porque va con las patas traseras muy abiertas, como si temiera mancharse. Así que, ni corta ni perezosa, procede a limpiarse: arrastra el culo por la tierra. Yo pienso que menudo papel higiénico que tiene mi mascota: un planeta entero. El estercolero galáctico, pienso.






Capricho roto

        Krali cubre los hombros de la niña con el abrazo del padre protector que nunca tuvo. No te preocupes, tía, la vida es un capricho roto y duele, dice. La niña le mira sin comprender. En sus ojos hay una interrogante y un desconcierto. ¿Quién eres? Soy tu sobrino. ¿Y cómo es posible esto? Porque no eres real, princesa. Eres solo un recuerdo, la esencia de ti que mi madre ha depositado en lo más profundo de mi alma, si lo prefieres en el ancho y destartalado almacén de mis recuerdos a largo plazo. La luz cae desde arriba en tibias semillas blancas. ¿Soy un espectro, un fantasma? No. ¿Puedo salir a tu presente? Ya estás aquí, puedes continuar aquí; y Krali señala su costado izquierdo. Mi hermana... Está aquí también, tía, en esta casa, arriba, en el antiguo doblado, en un nicho que he construido sobre la repisa de la ventana que daba al tejado, hoy cegada por las obras. Quiero verla. Ven, sube. En el ángulo oscuro hay un visillo. El hombre lo descorre. Hay una ventana corredera. El hombre señala. Hay una lápida funeraria: un corazón de Jesús y un poema. La niña reconoce los versos. Sonríe.

Los pecados

Para mi hermanita Mari Carmen Azkona en el día de su sepelio.


Todos llaman al hombre de la barba blanca por su apellido: Krali. Solo algunos allegados saben su nombre. Su abuela siempre le decía: "¡Ay, cuánto quiero yo a mi Rüyalarin!". Viene de la Plaza de España por la Calle Miguel Primo de Rivera. Llega al número siete. Mientras mete la mano en el bolsillo, mira la fachada de su casa. Hay en ella un reloj que marca las cinco y seis minutos. Una pluma en un tintero. Unos libros que simulan ser aves en vuelo. Son los tres misterios ocultos que nadie sabe ver. También una arcada imitando el gris moteado del granito de las jambas de puertas y ventanas. Y la estantería de madera en la que se simula bien el silencio de los libros cerrados. Abre la puerta. Hay un pasillo de ocho metros y cuatro escalones que asciende hasta la puerta del patio interior. Al final del pasillo, a la derecha, hay una escalera. Krali descubre que en el quinto escalón hay una niña de unos cinco años. "Mi hermana me ha abandonado", dice entre balbuceos. Lo mismo que me hermanita Mari Carmen Azkona: ¿ha muerto? No, pero es que no se hace cargo de mis pecados.







Sin contacto

Hola, Ito, dice la imagen desde la pantalla del ordenador. Hola, abuela, contesta el hombre de barba blanca. La habitación es cuadrada, dos metros y medio de lado. Todo menos el suelo de mármol está pintado de blanco. Una entrada sin puerta. Techo abovedado. ¿Qué tal está mi niño? La imagen se ha agrandado, como si en el otro mundo hubiera la profundidad de un espejo y ella se hubiera acercado a él. El pelo negro terso sobre la nuca, cejas enormes. La nariz roma, una boca grande de labios pequeños. Un poco cansado, abuela. La soledad no deseada termina por doblegarte, ya sabes. ¿Y dónde está tú madre, por qué te ha dejado solo? Mamá murió hace ya más de quince años. ¡¿Cómo, mi niña está muerta!? Sí abuela. ¿Y cómo no me habéis dicho nada? El hombre de barba blanca tarda un rato en contestar. Los ojos se le llenan de lágrimas. Las lágrimas se derraman. El ventilador hace un ruido como de fábrica en marcha. Todo lo demás es silencio. No tenía contacto con el más allá. Entonces las cosas eran muy distintas, abuela, el mundo parecía en orden... y no podíamos, ya sabes, charlar, como ahora.